Educación cívica,
por Jorge Edwards.
Me parece que hacen falta las clases de educación cívica de mis años de colegio. Así como hacen falta, por razones muy diferentes, pero en el fondo parecidas, las antiguas clases de música. En unas adquiríamos una intuición, una idea primordial, del sistema político, de la organización del Estado. En otras, una noción de la estructura de las obras musicales. Algunos, ahora, podrían pensar que eran aprendizajes inútiles, y por algún motivo fueron suprimidos, pero todo ha sido un error, una concesión a las ideas fáciles, de corto plazo. Tenemos que pensar en términos de estructuras, de diseños, de elaboraciones mentales.
En las últimas semanas se ha planteado el tema de los impuestos. ¿Es necesario aplicar impuestos para emprender un programa de reconstrucción nacional después del terremoto? Los argumentos de los enemigos doctrinarios de los aumentos de impuestos son conocidos, clásicos. Tienen fachadas poderosas. A primera vista impresionantes. Y los argumentos de los otros, los que piden aumentos mayores, y fijos, no transitorios, no son menos impresionantes. Nos movemos entre los conceptos de inversión, de desarrollo sostenido, sin los cuales no hay protección social ni justicia posibles, y las razones contrarias.
Pero las imágenes del terremoto, las caras de la gente condenada a vivir en carpas, después de haberlo perdido todo son un argumento superior, tienen una lógica propia, indiscutible. ¿Que la inversión, la economía, el crecimiento? Sí, señores, pero opinar así desde una casa bien calefaccionada del barrio alto de Santiago tiene una carencia esencial, una cojera. Creo que las palabras de Sebastián Piñera, contra toda ortodoxia económica, fueron razonables. Frente a la teoría, a la racionalidad pura, opusieron una motivación política. Algunos sostienen que cedieron a las presiones políticas. Las caras de los pobladores sin techo, a la intemperie, que todavía no reciben una modesta mediagua, ¿pueden interpretarse como «presiones políticas»?
Hay dos extremos que se miran como perros y gatos y que se juzgan desde sus posiciones extremas. Y hay otro fenómeno muy diferente, que sólo se puede entender con un gran esfuerzo de comprensión y desde adentro: el de gobernar en la práctica, observado y esperado por todos, el de cantar con guitarra. Desde la cubierta de un barco al que llegó a bordo de un helicóptero y después de dar un salto intempestivo, de acuerdo con su estilo, el Presidente dijo: “En el programa de financiamiento que estamos ofreciendo les estamos pidiendo a los que tienen más oportunidades, para poder ayudar mejor a los que han tenido menos oportunidades”. Nadie puede interpretar esta frase en el sentido de que el Presidente se está escorando hacia la izquierda o cediendo a estas famosas presiones. Pensar así sería una forma de simplismo. Los jefes de Estado tienen elementos de juicio más completos y están obligados a responder a tendencias, a equilibrios, que van más allá de las facciones políticas. Es un tema clásico, y me imagino que los actores actuales tienen poca noción de sus antecedentes históricos, intelectuales. Nicolás Maquiavelo sabía mucho de estos asuntos, y Michel de Montaigne, para no hablar de Aristóteles o de Plutarco. Nosotros, desprovistos de nuestras antiguas clases de educación cívica, estamos obligados a bregar en medio de una densa desinformación y descubrir la pólvora a cada rato.
He pensado en estos días, observando el acalorado debate que se perfila y se manifiesta por todos lados, que los extremos, por respeto a la historia y a la naturaleza, están obligados a olvidarse de las teorías. El supremo argumento es el de la naturaleza: el del terremoto y sus desastres. Después, en un segundo plano, vienen las tomas de posición. En una democracia moderna, la derecha tiene la obligación de revisar, de poner en tela de juicio, sus propios y habituales argumentos. Y la izquierda también. No es nada de fácil, pero la facción que no sea capaz de hacerlo se quedará atrás, y el tiempo de la contienda, entre nosotros, con nuestros plazos presidenciales inspirados en el viejo PRI mexicano, es angustiosamente corto. El socialismo, para hablar en términos generales, sin pensar en un partido preciso, está en la necesidad imperiosa de dar signos de responsabilidad y de credibilidad económica. De lo contrario, puede animar a su público, puede sacar aplausos, pero en último término no puede convencer. En este aspecto, creer que los ministros de Hacienda tienen la culpa de no se sabe qué cosas es un disparate. Si los gobiernos chilenos de línea socialista, para decirlo de alguna manera, tuvieron una virtud, ésta consistió en tratar de alcanzar la síntesis entre la ortodoxia económica y la protección social. Parece la cuadratura del círculo, pero la gracia consiste en que esta cuadratura imposible se vuelva medianamente posible. Ni más ni menos.
La derecha, por su lado, está obligada a descubrir que no se puede gobernar con ideas de derecha químicamente puras, por muy razonables y argumentables que sean. No se puede subir los impuestos, pero en determinadas emergencias, en catástrofes nacionales, hay que subirlos, por innecesario que esto sea en teoría. ¿Por qué? Porque llegado el momento hay que dar un signo a la nación e incluso al resto del mundo, que nos observa con suma atención, aunque nosotros no lo creamos. Hay que pedir a los que tienen más oportunidades para ayudar a los que tienen menos. Y esto lo entienden todos. En otras palabras, en la emergencia, en la acción, hay que saber colocar las teorías entre paréntesis. El socialismo, para inspirar un poco de confianza, tiene que admitir ciertos niveles de ortodoxia económica, y la centroderecha, aunque no haya leído a Maquiavelo, debe, por prudencia, por astucia, emprender el camino inverso. Lo demás es acariciar el conflicto interno, y sabemos cuándo comienza esto, pero no sabemos cuándo y cómo termina.
Terminé anoche un libro más bien largo, pero que todos los chilenos de mente política deberían leer: El hombre que amaba a los perros, del novelista cubano Leonardo Padura. Es la terrible historia apenas novelada del asesinato de León Trotski por órdenes de Stalin y de la lenta y cuidadosa preparación de una persona para cometer el crimen. Si ustedes quieren saber hasta dónde lleva pensar en los temas de sociedad en forma teórica, puramente ideológica, sin humanidad, sin compasión, lean ese relato y saquen sus conclusiones personales. Ahí se consigue saber, desde la piel de los personajes, sin lugar a dudas, que las ideologías del siglo XX, las de un extremo y del otro, produjeron desastres y crímenes inimaginables, y que las derivaciones últimas de todo eso todavía no desaparecen
Nota de la redacción: Este artículo fue tomado de Diario La Segunda y lo reproducimos porque consideramos que es una radiografía sumamente nítida de las falencias de la clase política chilena.