miércoles, marzo 24, 2010

Los tecnócratas, por Joaquín Fermandois.




Los tecnócratas,
por Joaquín Fermandois.



Desde su nombramiento en los primeros días de febrero (después del terremoto, parece un tiempo arcaico), al gabinete se lo criticó por ser un grupo cortado por la misma tijera y responder a un perfil técnico, ejecutivo, “ministerio de gerentes”, en alusión expresa a los primeros años del gobierno de Jorge Alessandri. Se trataría del antiguo sueño de la “tecnocracia”: la ciencia de la gestión debería encargarse a especialistas competentes, prescindiendo de toda consideración política. Esto se ha caricaturizado como el gobierno de hombres-máquinas, fríos como el hielo, que olvidan la dimensión humana de las políticas públicas.


En realidad, algo de esto ha existido en el mundo. Lo vemos a diario en nuestra experiencia práctica, y ha sido la gran utopía desde que la ciencia “dura” o que se pretende tal se acopló a la acción pública. Con todo, no se debe olvidar que en los años 20 y 30, antes de que se digiriera la experiencia totalitaria, la idea de una “tecnocracia” aparecía con un acento positivo, muchas veces como reacción desalentada ante la demagogia política.


Sin embargo, asaltan las dudas. Primero lo obvio: nunca se ha realizado una utopía a base de “tecnócratas”, ni tampoco una de cualquier especie, por lo demás. También, a toda decisión técnica le es casi inherente una instancia previa, en la cual se decide entre un tipo de acción y otro, y el criterio para distinguir no es puramente técnico. Lo mismo sucede en el plano público con las decisiones administrativas y la estrategia de un gobierno. Son políticas inspiradas en valores —los aceptemos o no—, aunque se supone que previamente se ha escuchado atentamente la opinión técnica. Y es que ninguna organización compleja, ni menos un Estado, puede vivir hoy sin una gestión o management sofisticado. Escudarse en “la política” para ignorar el juicio de los especialistas conduce en la gran mayoría de los casos al desastre más absoluto.


Eso sí, la decisión final es política. A mi juicio, en Chile el mejor ejemplo es la nacionalización del cobre, cuya justificación puramente económica, “técnica”, medida en ingresos al país, era más que débil, aunque muchos afirmaran lo contrario. Pero las cosas son lo que son. El argumento técnico puede ser un disfraz de una preferencia política, y ésta a veces hace malabarismos para convencer de que su veredicto es “técnico”.


La técnica, ¿empobrece a la política? La convergencia en un modelo de sociedad es un fenómeno nuevo en Chile, de poco más de dos décadas, que hace que todo nos parezca “lo mismo”. En la sociedad moderna, aquella que consideramos “desarrollada”, la gestión o aspecto técnico posee más presencia en los debates y en las tomas de decisión, aunque no le son ajenos los apasionamientos y trampas ideológicas propios de la vida política, como se ve en la discusión sobre el seguro de salud en EE.UU.


Para que un gobierno transmita una estrategia, debe reforzar el ámbito de explicación y persuasión públicas, en el cual surjan tanto los argumentos técnicos como los políticos, con una saliente especial de estos últimos. Es el que emana de la Presidencia, especialmente del Presidente, del ministro del Interior y de las vocerías respectivas, a las que hay que agregar al canciller. Sobre ello descansa una importante responsabilidad en la comunicación, de la que también emerja la sensación real de que hay una deliberación sobre el Estado y la nación.


Además, en esta administración, novel en este aspecto, a la centroderecha le cabe un papel que debe asumir con mayor propiedad en la difusión de una idea política, para que lo técnico deje de ser la pesadilla tecnocrática.

lunes, marzo 22, 2010

El sonido de los ladrillos, por Jorge Edwards.





El sonido de los ladrillos,
por Jorge Edwards.


Cristián Warnken nos cuenta que se pasó las horas que siguieron al terremoto dedicado a leer a la luz de una vela la correspondencia de Diego Portales. Supongo que el pesado volumen cayó cerca de él y optó por abrirlo en una página cualquiera. Lectura, sin la menor duda, sugerente, interesante, reveladora de lo que somos. Mis cavilaciones, sin embargo, fueron por otro lado, y llegaron a conclusiones más o menos parecidas. Porque en mi departamento de frente al cerro Santa Lucía, debido a mi imprevisión, no había velas, y tampoco había pilas para hacer funcionar una radio portátil, y ninguno de mis libros, a pesar de que tengo estanterías altas, se movió un milímetro de su sitio.


No pude ponerme a leer, por consiguiente, ni pude comunicarme con nadie, pero me quedé pensativo, en la oscuridad, recordando a los dos arquitectos que construyeron el lugar y a quienes conocí en diversas etapas de mi vida. Porque el hecho de que los libros no se movieran de sus anaqueles, de que sólo cayeran al suelo con gran estrépito unas piezas de madera que eran réplicas de juguetes que inventaba el artista uruguayo Torres García, fue motivo de reflexión más que suficiente. ¿Por qué se desmoronó el moderno aeropuerto de Santiago, y por qué colapsaron edificios recientes, y a la construcción donde vivo, que tiene un poco más de setenta años de antigüedad, no se le movió un pelo?


Comienzo por hablar de los arquitectos, sin nombrarlos, pero los que saben los reconocerán, y los que no, podrán averiguar con poco trabajo. Ambos eran personas de curiosidad intelectual, de interés real por la cultura, de gusto artístico innato, pero, además, bien cultivado, de dotes naturales trabajadas, por decirlo de alguna manera. Uno de ellos tenía una formidable biblioteca de literatura y de arte, sobre todo contemporáneo, y ocupaba muchas horas, según pude observar, en leer sus libros. Y ambos eran notables aficionados a la música: con mirada de adolescente los seguí, desde mi rincón, en tertulias con gente como Acario Cotapos, Domingo Santa Cruz, Juan Orrego Salas, Clara Oyuela, y a veces aparecía una gran figura internacional que se hallaba de paso por Chile.

A estas alturas, algunos se preguntarán qué relación tiene todo esto con la solidez de mis estanterías, con la firmeza de mis paredes septuagenarias, con los juguetes constructivistas, de piezas superpuestas, de Torres García. Me imagino que muchos ya sabrán, o habrán comenzado a saber, la respuesta a este enigma, y que otros podrían averiguarla por su propia cuenta, sin necesidad de que los lleve de la mano. Prefiero pasar a otro tema de arquitectura directamente relacionado con éste. Cuando escribí una novela que se inspiraba en forma libre, sin seguirla al pie de la letra, en la vida de Joaquín Toesca, el primer ingeniero arquitecto que apareció en América del Sur en la segunda mitad del siglo XVIII, caí, dentro de mis variadas lecturas, en un personaje clásico, que vivió en Roma en el siglo I antes de Jesucristo, Marco Vitruvio Polión. Según las crónicas de la época, cuando el también romano Toesca vigilaba sus obras en el polvoriento Santiago colonial, entre los tajamares del río Mapocho, la Plaza de Armas, el sitio de los Teatinos, hacia el sur de la ciudad, donde había decidido construir la Casa de Moneda, llevaba siempre en el bolsillo un ejemplar de los Diez Libros de Arquitectura de Vitruvio. De su lectura repetida había sacado conclusiones fundamentales. Por ejemplo, que antes de construir había que examinar los terrenos con sumo cuidado. Las autoridades coloniales habían querido que levantara la Moneda en el llamado basural de Santo Domingo, en la orilla sur del Mapocho, en un lugar pantanoso e insalubre, y Toesca se opuso a esta idea en forma rotunda, imponiendo su voluntad después de una batalla agotadora.


Otra de las conclusiones que sacó de estudiar a Vitruvio fue que había que escoger y preparar los materiales con el máximo de rigor, “para levantar muros eternos y sin defecto”. De acuerdo con estas enseñanzas, Toesca estrujaba la mezcla con los dedos, junto a los oídos, y sabía si estaba en su punto, con la arenilla y la cal indispensables, y golpeaba los ladrillos para juzgar su consistencia por el sonido, como quien golpea una copa de cristal fino y escucha sus vibraciones. Me pregunto si habrán hecho lo mismo los constructores del aeropuerto de Pudahuel, los de los edificios que se cuartearon en Santiago o se desmoronaron en Concepción. ¿Habrán escuchado hablar alguna vez en su vida de Vitruvio Polión, el clásico; de Joaquín Toesca y Ricci, el prerromántico? Convendría, en cualquier caso, que contemplen con atención la fachada norte de La Moneda, la que da a la Plaza de la Constitución, con su diseño impecable, su portón generoso, su magnífico primer patio, y lo comparen con la ensalada de ventanas y la entrada mezquina de la fachada del lado sur, construida sin la menor imaginación en los años veinte del siglo pasado. Si no comprenden la diferencia entre un sector y el otro, habría que preocuparse seriamente.


No creo, ni mucho menos, que todo tiempo pasado haya sido mejor, pero me parece que algunos principios, algunos hábitos austeros, algunas normas esenciales, se han deteriorado. No doy explicaciones políticas, generalizadoras, fáciles. No soy generalista de profesión. Me pregunto si la obsesión del dinero rápido no se ha impuesto sobre la del trabajo bien realizado, la de la calidad profesional. Siento, incluso, cuando se trata de profesiones como la arquitectura, que flota en alguna parte una noción mal entendida de la democracia en lo artístico. El arte no es un asunto de expresión personal, casi de psiquiatría, sino de creación, de estructura: emoción guiada por la inteligencia, y no al revés. Pero estamos lejos, estamos en las antípodas. Tenemos excelentes arquitectos, comparables con los de antaño, pero no les damos las tareas que deberían cumplir. Se las damos a otros, que no escuchan el sonido de los ladrillos, y los edificios se les desmoronan. Y les damos becas abundantes y generosas a los poetas incongruentes, improvisados, y los poemas también se les desmoronan. Se necesita un terremoto, por desgracia, para que todo esto quede en evidencia.