Lágrimas coreanas,
por Jorge Edwards.
Hace días que veo a jóvenes
norcoreanas que lloran como histéricas por la muerte de Kim Jong-il, el líder
bien amado. Me acuerdo de un poeta venezolano, comunista, que fue contratado
como traductor en Corea del Norte y que suprimía adjetivos y títulos del jefe
de entonces en los numerosos documentos que tenía que traducir palabra por
palabra. Lo hacía para abreviar, por sentido estético y poético. Pues bien, fue
condenado a prisión, acusado de irreverencia, de traición, de otros crímenes.
Miguel Otero Silva, su compatriota y colega de partido, novelista, comunista y
millonario, pasaba en esos años por París y viajaba de vez en cuando a
Pyongyang a interceder por él. Consiguió su libertad, al cabo de no pocos años.
Quitarle títulos al jefe supremo, aunque fuera en las traducciones de
documentos perdidos, era como quitarle atributos a Dios Padre. Todo se reducía
a un problema religioso. Nosotros, en Occidente, hemos evolucionado durante
siglos hasta conseguir que las cabezas de los Estados no sean consideradas de
origen divino. El rey de España, por ejemplo, declara en estos días que todos
los ciudadanos son iguales ante la ley, aun cuando esta declaración tenga
consecuencias dentro de su familia. Pero no todos entienden, aquí o allá.
Algunos llegan al extremo de mandar farragosos telegramas de condolencia a
Corea del Norte.
Cuando viajé a Moscú, en los
primeros años de gobierno de Boris Yeltsin, conocí a una señora que había sido
amiga de Pablo Neruda y que me confesó que había llorado a mares, en su
juventud, al conocer la noticia de la muerte de José Stalin. Como las chicas
norcoreanas de ahora. De todos modos, Stalin tuvo más grandeza que el gordito heredero
de su cargo. Esta mujer, después, se convirtió en enemiga apasionada del
régimen soviético. Ya ven ustedes. Observo en los diarios las caras de las
lloronas de estos días y no creo que ninguna de ellas tenga tiempo de cambiar.
Corea del Norte se ha quedado al margen de la historia moderna, durante
décadas, en nombre de una antigua filosofía mal interpretada.
Los niveles de satrapía a que se
ha llegado en ese país son impresionantes. Pero el tema no les interesa nada a
los chilenos. Nuestra tosquedad mental, nuestra terquedad, nuestra dureza
intelectual a prueba de balas, son dignas de mejores causas. En Europa leí las
historias del cocinero japonés de Kim Jong-il. El gran jefe ponía un avión a
disposición de su cocinero para que le comprara cargamentos de erizos frescos
en las costas de Japón o del oriente ruso. Los niveles de consumo del pueblo,
en cambio, que ahora llora la muerte del líder bienamado, eran cada día más
miserables.
Las imágenes de los funerales,
con el enorme automóvil, con el féretro cubierto por la bandera roja, el hijo
tercero a la derecha, el jefe del Ejército al otro lado, el tío y tutor, Jang
Song Thaek, detrás, son de estilo inconfundible: fascistas, estalinistas,
orwellianas. Representan el entierro del Hermano Mayor y su reemplazo en la
célebre novela 1984. Como hay que tener sumo cuidado, como las transiciones son
altamente peligrosas, el sucesor avanza debidamente vigilado por el tío severo
y por el jefe del Estado Mayor del Ejército Popular. Las jóvenes de la época de
José Stalin tuvieron la oportunidad de cambiar, pero con respecto a las jóvenes
de la Corea del Norte de hoy no tengo demasiado optimismo. Se perfeccionan las
democracias, lentamente, pero también se perfeccionan las dictaduras. Hugo
Chávez sugiere que las enfermedades que lo aquejan a él, a Cristina Fernández,
al presidente ecuatoriano Correa, al mismo Fidel Castro, son de sutil origen
imperialista. Lo afirma con notable convicción, desde una tribuna bien montada,
aplaudido a rabiar por sus auditores. Es decir, habría laboratorios del
Pentágono, de la CIA, de lugares no menos siniestros, dedicados a producir
virus y a lanzarlos contra gobernantes «progresistas».
Un amigo francés, inteligente, de
cultura, relacionado de algún modo con los chilenos de Francia, se me acerca y
me asegura, con asombro: los chilenos no te perdonan nada. Algunos, le
contesto, en el fondo, bastante pocos, y entre ellos hay una especie particular
que me da pena. Son los que se me acercan en forma subrepticia y me dicen, en
voz baja, mirando para los costados, que están de acuerdo conmigo. ¿Por qué
tanto miedo?, me pregunto. ¿Es que no sabemos aprovechar nuestras libertades,
nuestros derechos, derechos humanos, sin la menor duda, y pensar con
independencia, sin pedirles permiso a comisarios de ninguna clase? La mayoría
de los chilenos de hoy, a pesar de las encuestas, de las insistentes y
majaderas protestas, de tantas cosas, tiene la ilusión de que el país se podrá
desarrollar en un futuro cercano. Tengo la misma ilusión, pero tengo, también,
una seria duda. Si no aprendemos a pensar en serio, con personalidad, con
entereza, perderemos la oportunidad. El pan se nos quemará en la puerta del
horno, como ha sucedido otras veces en nuestra historia. Y esto no será culpa
de un solo lado, será una culpa colectiva. Porque el pensamiento es una
cuestión de conocimiento, de cultura, de lectura, de estudio, de análisis y
polémica abierta. Paso por el país y no veo que todo esto tenga un espacio, una
aceptación, un desarrollo suficientes. El estudio es para toda la vida, como
predica la Unesco, institución en la que represento a Chile, pero eso aquí no
lo practican ni siquiera los estudiantes. ¿Qué se puede esperar, entonces? Me
encuentro con excepciones magníficas, en todos lados, pero la regla general me
decepciona en casi todo. Y hasta pienso que debería eliminar el «casi».