Sociología y gramática,
por Jorge Edwards.
Me llama por teléfono un amigo y me dice que todo lo relacionado con el Premio Nacional de Literatura es un tema de sociología chilena. Es un punto delicado, sensible, quizá enfermizo, que provoca irritaciones y susceptibilidades exageradas, que despierta pasiones sorprendentes. Parece una contradicción: leemos poco, la vida literaria nos deja indiferentes, y existe, sin embargo, una curiosa fiebre del Premio, no tan exagerada y callejera como la del fútbol, pero capaz de provocar reacciones altamente delirantes. Me cuentan que alguien escribió en su blog un ataque furibundo en contra mía, y sólo porque traté de ser razonable y equilibrado en esta peligrosa materia. Ahora se me ha ocurrido escribir un ensayo sobre el asunto. Como ya lo dije antes, la palabra ensayo viene del latín tardío pesar o medida de peso. Un ensayo sobre el Premio Nacional de Literatura y las violentas reacciones que provoca sería una reflexión libre, exploratoria, esencialmente abierta, sobre la mentalidad criolla, sus fortalezas y sus debilidades. No puedo aspirar a que me den un premio por un ensayo así, pero podría conquistar a unos pocos lectores. Y divertirme en forma inocente durante algunas madrugadas de insomnio.
He llegado a la conclusión de que otro aspecto de la vida chilena que merece una atención particular es el de las agendas: una sociología de las agendas. Me invitan a dar conferencias, a escribir prólogos, a participar en mesas redondas heterogéneas, a almuerzos de trabajo, a cenas de diversión, y en la mayoría de los casos hago un apunte en mi computador. Cuando la fecha y el lugar quedan anotados, no importa que el suceso se produzca dos o tres meses más tarde. Llego a la hora, casi siempre de corbata (para molestia de alguna gente simplista), con mi tarea preparada. En la mayoría de los casos, me llaman por teléfono el día anterior para confirmar. Si no llaman, es necesario entrar en sospechas. La anticipación de más de una semana obliga en Chile a la reiteración, a refrescar la memoria. Aunque no seamos miembros de una sociedad esencialmente desmemoriada, la desmemoria se presume. Es un fenómeno que podría cambiar al ritmo de nuestra modernización, de nuestra entrada en el siglo XXI, pero que todavía no cambia.
Pues bien, el día martes, a las siete en punto de la tarde, partí a la Biblioteca Nacional. Hacía alrededor de tres meses que me habían pedido que interviniera en la presentación de la Nueva Gramática de la Lengua Española, dos impresionantes tomos encuadernados y producidos por la Real Academia Española y por las diferentes Academias de la Lengua. Caminaba preocupado y empeñado en dos cosas: en no torcerme un tobillo en los numerosos hoyos de nuestras veredas centrales y en organizar mis ideas de escritor bastante ignorante en materias gramaticales. Pero me habían dicho que se trataba de escuchar a un experto, José Luis Samaniego, y a un lego, a un simple practicante. No había recibido las invitaciones correspondientes y suponía que se habían extraviado. Y no me había llamado nadie para confirmar, a pesar de que me habían llamado varias veces para comprometerme en el evento. Cosas de las academias, me decía. Llegué y descubrí que la Biblioteca Nacional, obra importante de nuestro primer centenario, que hasta aquí, comparado con el segundo, muestra una notoria superioridad, estaba cerrada a machote debido a trabajos de reconstrucción después del terremoto de fines de febrero. Las academias limpian, pulen, dan esplendor y no avisan, a no ser que me hayan avisado en otro idioma y no haya entendido el aviso. De cualquier modo, la lectura del prólogo y de algunas páginas sesudas de esta Nueva Gramática me había dado ideas. Mis primeros profesores de gramática y de castellano fueron mis maestros jesuitas del Colegio de San Ignacio: el padre Iturrate, el padre Cereceda, Francisco Dussuel, que era crítico literario, compositor de música, director de la orquesta escolar y profesor. Iturrate me encargó que hiciera un trabajo sobre Alberto Blest Gana y lo leyera en mi clase de tercero de humanidades. Trabajé largas noches en el tema, leí miles de páginas y cuando llegó el día de la lectura de mi texto me lo sabía de memoria. Me parece ahora que fui aplaudido por mi memoria, no por mis interpretaciones de los escritos de esta especie de Balzac chileno. Y esa lectura intensa me dejó una impresión irreverente y contradictoria: la de que Blest Gana era un estupendo novelista, un narrador notable y un escritor más bien mediocre. Construía grandes cuadros novelescos, movía a sus personajes a lo largo del espacio y del tiempo, pero su lenguaje, a pesar de su habilidad narrativa, me parecía tieso, acartonado, lleno de galicismos de franco mal gusto. El hombre había flotado alrededor de medio siglo en un ambiente lingüístico francés y no había mantenido una conciencia suficiente de la raíz hispánica de su lengua. Por eso, y esto me sucede hasta hoy, leo a Vicente Pérez Rosales y me parece un memorialista notable y un hombre que maneja la lengua española con gracia, con insuperable soltura, con picardía. Leo, en cambio, a Blest Gana, lo releo, y me digo que es un novelista extraordinario, pero que su manejo del lenguaje no siempre lo acompaña. No sé si el fenómeno tiene algo que ver con la gramática. A don Alberto se le había infiltrado el francés en la médula misma del español. Don Vicente, en cambio, había tenido interesantes conversaciones en su juventud con Leandro Fernández de Moratín y nunca se le habían olvidado. Todo esto podría ser materia de un tercer ensayo: el Premio Nacional, las agendas, la diferencia entre la prosa de Blest Gana y la de Pérez Rosales.
En esa ida y regreso a la Biblioteca Nacional me acordé de otras cosas. Azorín, por ejemplo, a quien leí en mi adolescencia y después abandoné, escribía con una gramática segura, pero sostenía que los escritores no debían estudiar gramática. Era partidario de la frase rápida, intuitiva, fresca, y pensaba que recurrir en la duda a los tratados gramaticales era una mala costumbre, que atentaba contra la chispa, contra la naturalidad. Seguía en este punto a su maestro Michel de Montaigne, pero quizá no se daba cuenta de que Montaigne había aprendido el latín antes que su francés materno. El molde grecolatino hacía que su gramática francesa fuera impecable, y por eso introducía en su prosa, con la más gozosa libertad, toda clase de giros coloquiales gascones. La diferencia entre Azorín y Montaigne, entonces, podría dar pie para escribir el cuarto de mis futuros y probables ensayos.
Si alguien escribe «ensayos», afirmó en una oportunidad Montaigne, no pueden ustedes exigirle «resultados».