Nostalgias imperiales, por Jorge Edwards.
He contado muchas veces que me gusta leer literatura de las ciudades que visito: novelas, memorias, diarios. Es la reflexión, la emoción, la poesía de los lugares. Si eso se acompaña de ilustraciones, imágenes, pintura, tanto mejor. En las vísperas y durante el largo viaje en avión leo el Estambul de Orhan Pamuk. Para la circunstancia, me parece la lectura perfecta, y ya el subtítulo es prometedor: ciudad y recuerdos. Me gustaría que me pusieran el pie forzado y me dieran un año de libertad para escribir mi propia “ciudad y recuerdos”, pero hay que ganarse el año a punta de codazos, y no hablemos de libertad. Nuestros colegas, salvo excepciones, no se dan cuenta de que se han transformado en nuestros censores y nuestros inquisidores. Poco les falta para presentarse con los atuendos y el hacha del verdugo.
Pamuk nos habla de la ciudad de su infancia, de su memoria personal, de su casa y su familia. El contemporáneo, el extraño, el turista, puede ver las cosas en tecnicolor, pero el autor, cuya familia ha vivido en la ciudad durante generaciones, la ve como una sucesión de fotografías en blanco y negro: fotos desteñidas, brumosas, de aguas grises con destellos plateados, de barcos viejos, de techos curvos, de balconajes de madera corroída, con vidrios rotos, en negros desteñidos que tienden a grises y en blancos borrados. Me pregunto si el Santiago de mi memoria es igual de gris, pero la verdad es que no llega a tanto. Después del terremoto, que cumple dos meses cuando escribo estas líneas, me asomé al balcón de mi departamento y contemplé una ciudad oscura por donde pasaban focos de automóviles ocasionales, espaciados, y que iluminaban polvo, tierra en suspensión, papeles flotantes, lluvias de escombros. Había un elemento infernal y una irrealidad que se transmitía. Sin embargo, a pesar del gris mayor santiaguino, me acuerdo de los colores de mi infancia: el amarillo, el rojo, el verde chillón de las góndolas (alguien se acordará de que a las micros se les decía góndolas), el de los letreros comerciales de la calle San Diego y la calle Puente. El pintor que encontró esos colores y que los usó en forma precisa, sin desmentir nunca su ingenuidad, fue, para mi gusto, Herrera Guevara, otro olvidado de los tiempos actuales. Pedro Luna y Pablo Burchard el mayor, don Pablo, añadían a esas pinceladas el lado de sueño, de fantasía en estado puro.
Después de visitar la mezquita de San Salvador de Chora, que tiene mosaicos impresionantes, que han durado siglos, y la de Santa Sofía, uno de los espacios arquitectónicos más impresionantes de la antigüedad, he ido al palacio dieciochesco de los últimos sultanes del Imperio Otomano. Es un Versalles de imitación, donde predominan los oros y los cristales de roca y donde la diferencia queda establecida por una gran clausura tradicional: la del harem, al que se accede por un largo pasillo destinado a detectar y capturar a los intrusos. No entro en mayores detalles, pero intentaré explicar mis impresiones históricas y políticas. La cultura francesa del siglo XVIII sólo fue imitada aquí en sus exterioridades, en sus arabescos, por los sultanes y califas de turno. El espíritu ilustrado no entró por ninguna rendija. Por algo se hablaba en Europa de las Luces, ya que aquí predominaba la sombra. Nada pudo terminar con las supersticiones y los fanatismos medievales. Después de la derrota del Imperio en la primera guerra mundial, llegó un militar laico, Kemal Ataturk, se instaló en un rincón del orgulloso y ostentoso palacio, en dos salas modestas, y se propuso la tarea gigantesca de modernizar el país. Cambió el alfabeto árabe por el occidental, detalle que me ha permitido leer los nombres de las estaciones del tren urbano y transitar por la ciudad, y les quitó el velo a las mujeres para mandarlas a estudiar a las universidades, entre muchas otras reformas revolucionarias para su época. Veo pasar a nubes de jóvenes estudiantes que cargan sus útiles y textos escolares en mochilas y no puedo dejar de pensar en Ataturk, cuyo régimen tuvo aspectos de franca dictadura, pero que fue, como me dijo un amable guía españolizado, “duro con los que había que ser duro”. Pues bien, mi impresión general del Estambul de hoy, que debe ser tomada con reservas, a sabiendas de que es un punto de vista necesariamente superficial, me lleva a sentir que la antigua oscuridad, los resabios medievales de esta parte del mundo, que tiene un pie en Europa y otro en el Asia, tienden a recuperar terreno, mientras la Unión Europea sueña, duda y mira para otro lado.
Me gustaría que mi rápido diagnóstico esté equivocado, pero los síntomas se multiplican y los velos negros del pasado recuperan su presencia. Algunos dicen que el culto de Ataturk, que floreció después de su muerte, llegó a convertirse en una enfermedad cívica. Y me encuentro con lugares modernos, de magnífica y avanzada arquitectura y diseño, como el Museo Pera, y con instituciones activas, propagadoras de la cultura actual, como el Instituto Cervantes, financiado por España y apoyado por Turquía, pero los velos, y los cantos religiosos que brotan de lo alto de los minaretes, con sus voces impostadas, algo guturales, no dejan de inquietarme.