sábado, mayo 01, 2010

Nostalgias imperiales, por Jorge Edwards.

He contado muchas veces que me gusta leer literatura de las ciudades que visito: novelas, memorias, diarios. Es la reflexión, la emoción, la poesía de los lugares. Si eso se acompaña de ilustraciones, imágenes, pintura, tanto mejor. En las vísperas y durante el largo viaje en avión leo el Estambul de Orhan Pamuk. Para la circunstancia, me parece la lectura perfecta, y ya el subtítulo es prometedor: ciudad y recuerdos. Me gustaría que me pusieran el pie forzado y me dieran un año de libertad para escribir mi propia “ciudad y recuerdos”, pero hay que ganarse el año a punta de codazos, y no hablemos de libertad. Nuestros colegas, salvo excepciones, no se dan cuenta de que se han transformado en nuestros censores y nuestros inquisidores. Poco les falta para presentarse con los atuendos y el hacha del verdugo.

Pamuk nos habla de la ciudad de su infancia, de su memoria personal, de su casa y su familia. El contemporáneo, el extraño, el turista, puede ver las cosas en tecnicolor, pero el autor, cuya familia ha vivido en la ciudad durante generaciones, la ve como una sucesión de fotografías en blanco y negro: fotos desteñidas, brumosas, de aguas grises con destellos plateados, de barcos viejos, de techos curvos, de balconajes de madera corroída, con vidrios rotos, en negros desteñidos que tienden a grises y en blancos borrados. Me pregunto si el Santiago de mi memoria es igual de gris, pero la verdad es que no llega a tanto. Después del terremoto, que cumple dos meses cuando escribo estas líneas, me asomé al balcón de mi departamento y contemplé una ciudad oscura por donde pasaban focos de automóviles ocasionales, espaciados, y que iluminaban polvo, tierra en suspensión, papeles flotantes, lluvias de escombros. Había un elemento infernal y una irrealidad que se transmitía. Sin embargo, a pesar del gris mayor santiaguino, me acuerdo de los colores de mi infancia: el amarillo, el rojo, el verde chillón de las góndolas (alguien se acordará de que a las micros se les decía góndolas), el de los letreros comerciales de la calle San Diego y la calle Puente. El pintor que encontró esos colores y que los usó en forma precisa, sin desmentir nunca su ingenuidad, fue, para mi gusto, Herrera Guevara, otro olvidado de los tiempos actuales. Pedro Luna y Pablo Burchard el mayor, don Pablo, añadían a esas pinceladas el lado de sueño, de fantasía en estado puro.

Después de visitar la mezquita de San Salvador de Chora, que tiene mosaicos impresionantes, que han durado siglos, y la de Santa Sofía, uno de los espacios arquitectónicos más impresionantes de la antigüedad, he ido al palacio dieciochesco de los últimos sultanes del Imperio Otomano. Es un Versalles de imitación, donde predominan los oros y los cristales de roca y donde la diferencia queda establecida por una gran clausura tradicional: la del harem, al que se accede por un largo pasillo destinado a detectar y capturar a los intrusos. No entro en mayores detalles, pero intentaré explicar mis impresiones históricas y políticas. La cultura francesa del siglo XVIII sólo fue imitada aquí en sus exterioridades, en sus arabescos, por los sultanes y califas de turno. El espíritu ilustrado no entró por ninguna rendija. Por algo se hablaba en Europa de las Luces, ya que aquí predominaba la sombra. Nada pudo terminar con las supersticiones y los fanatismos medievales. Después de la derrota del Imperio en la primera guerra mundial, llegó un militar laico, Kemal Ataturk, se instaló en un rincón del orgulloso y ostentoso palacio, en dos salas modestas, y se propuso la tarea gigantesca de modernizar el país. Cambió el alfabeto árabe por el occidental, detalle que me ha permitido leer los nombres de las estaciones del tren urbano y transitar por la ciudad, y les quitó el velo a las mujeres para mandarlas a estudiar a las universidades, entre muchas otras reformas revolucionarias para su época. Veo pasar a nubes de jóvenes estudiantes que cargan sus útiles y textos escolares en mochilas y no puedo dejar de pensar en Ataturk, cuyo régimen tuvo aspectos de franca dictadura, pero que fue, como me dijo un amable guía españolizado, “duro con los que había que ser duro”. Pues bien, mi impresión general del Estambul de hoy, que debe ser tomada con reservas, a sabiendas de que es un punto de vista necesariamente superficial, me lleva a sentir que la antigua oscuridad, los resabios medievales de esta parte del mundo, que tiene un pie en Europa y otro en el Asia, tienden a recuperar terreno, mientras la Unión Europea sueña, duda y mira para otro lado.

Me gustaría que mi rápido diagnóstico esté equivocado, pero los síntomas se multiplican y los velos negros del pasado recuperan su presencia. Algunos dicen que el culto de Ataturk, que floreció después de su muerte, llegó a convertirse en una enfermedad cívica. Y me encuentro con lugares modernos, de magnífica y avanzada arquitectura y diseño, como el Museo Pera, y con instituciones activas, propagadoras de la cultura actual, como el Instituto Cervantes, financiado por España y apoyado por Turquía, pero los velos, y los cantos religiosos que brotan de lo alto de los minaretes, con sus voces impostadas, algo guturales, no dejan de inquietarme.



miércoles, abril 28, 2010

Piñera telúrico, por Max Colodro.


Piñera telúrico,

por Max Colodro.


Los árboles no han dejado ver el bosque; el debate «técnico» y económico sobre los impuestos ha obnubilado la dimensión política de una medida que se inserta en una estrategia mayor: seguir adelante en el esfuerzo por remover las bases de un ordenamiento político que tiene ya más de dos décadas. Piñera no descansa: el terremoto y sus secuelas no fueron un impedimento para iniciar prontamente el despliegue de la agenda política. Al contrario, la catástrofe ha sido tomada como una oportunidad y el “golpe a la cátedra”, como lo denominó el ex ministro Vidal, no se ha hecho esperar.


El alza tributaria descolocó al mundo político y empresarial. Si la derecha económica llegó a pensar que éste era «su» gobierno y que Piñera respondería a las claves doctrinarias de su sector, se equivocó medio a medio. Como se equivocó también la Concertación si alcanzó a pensar que, luego de su derrota, podía seguir mirando al país y al sistema político en función de esa dualidad que, por varías décadas, aseguró su mayoría casi por decreto. Al parecer, Piñera va por más: quiere profundizar y consolidar el reordenamiento político que su propio triunfo comenzó a anticipar; el de un escenario mucho menos estático, y donde la captura de un «centro móvil» se transforma en la clave para el triunfo tanto de la izquierda como de la derecha. La apuesta de la nueva autoridad parte de un diagnóstico cada día más irrefutable: el Chile donde la DC sumada a la izquierda eran mayoría segura ya no es consistente con las evidencias. Ahora, lo que se abre es un escenario de competencia real, donde tanto la izquierda como la derecha tienen opciones de seducir y arrastrar al centro para conformar una mayoría.


La UDI está perpleja y buena parte de la izquierda, atónita. Se remueven cimientos aparentemente sólidos y atávicos, y el futuro se abre como una caja de sorpresas. Luego de lo visto y lo vivido en este primer mes de gobierno, nadie puede asegurar que Piñera terminará gobernando con la Coalición por el Cambio tal cual ella está hoy constituida. La Concertación, por su parte, ve acercarse el fantasma de su desfiguración total, a medida que la DC comienza a percibir en este escenario un potencial enorme, que contrasta con su rol cada vez más secundario cuando queda supeditada a su incondicionalidad con la izquierda. El temor a la «fuga» del centro es, de hecho, lo que explica la disputa actual en el PPD y en el PS, donde los «poderes fácticos» de la Concertación buscan, casi con desesperación, dar garantías de sobrevivencia y protagonismo a una DC todavía anclada a un bloque que ha perdido su razón histórica.


Si Piñera pudo ganar esta elección fue precisamente porque representó el fin de esta barrera en apariencia infranqueable entre partidarios y opositores al régimen militar. Un simpatizante del No encabezando a las fuerzas del Sí, y que ahora impone una reforma tributaria que golpea el alma y el ethos de su propio sector. Paradójicamente, las críticas de los Novoa y de los Büchi, el apoyo a regañadientes de la izquierda son el síntoma visible de este enervamiento. Con todo, Piñera y su núcleo más cercano parecen dispuestos a seguir adelante, más allá de las enormes resistencias que encontrarán en aquellos que buscan congelar el ordenamiento político cristalizado en el plebiscito del 88. Es una apuesta arriesgada, que augura tormentas tanto en el gobierno como en la actual oposición, y cuyo corolario terminará de escribirse con seguridad cuando tres millones de jóvenes queden automáticamente inscritos en los registros electorales. Ese día, el país y su sistema político no podrán ya retornar a un orden que, no pocos, aún se resisten a dejar atrás.

El análisis que hace Don Max Colodro en esta columna, tomada de Diario La Segunda, nos parece una excelente radiografía al mundo político.