Sin permitir que sea discutida, en un
Parlamento controlado por el Ejecutivo, la reforma tributaria avanza raudamente
a convertirse en una Ley que sepultará los sueños de la clase media y liquidará
los emprendimientos de las pequeñas y medianas empresa.
La arremetida
de los eslóganes,
por David Gallagher.
Un aspecto notable de la reforma tributaria ha
sido la singular combinación de simplismo y de agresión con que los Ministros y
sus Parlamentarios la han pregonado y defendido. Sordos a sus críticos, a
quienes descalifican, procuran venderla con aseveraciones equívocas repetidas
al unísono, como si las hubieran aprendido de memoria.
Algunas estaban desde el comienzo, como esa de
que las empresas en Chile ya no necesitan reinvertir sus utilidades. Pero hay
otras más nuevas, como aquella de que los inversionistas no se fijan en la
carga tributaria de un país para invertir. Les importaría solo su estabilidad
institucional, la confiabilidad de sus reglas del juego, cosas que Chile
tendría ganadas.
Nada más absurdo. Si se implementa la reforma
tributaria, y el impuesto a las empresas sube al 35 por ciento, será el tercero
más alto de la OCDE, después de Estados Unidos, con 39,1 y Japón con 36 por
ciento. Imposible que eso no inhiba a los inversionistas, sobre todo que en
otros países hay exenciones y rebajas. En Estados Unidos, por ejemplo, la tasa
promedio efectiva es de solo el 12,6 por ciento.
Es cierto que los inversionistas valoran la
estabilidad institucional y la confiabilidad de las reglas del juego, y que en
Chile las teníamos ganadas. Pero eso era en un pasado que nuestras autoridades
ahora repudian. Un shock tributario de la magnitud propuesta representa una
inmensa ruptura de las reglas del juego; para qué hablar del séquito de medidas
adicionales que se van proponiendo, como la derogación del DL 600. Eso que
todavía sabemos poco de la nueva Constitución. Agréguese la alarma que produce
ver a autoridades dar explicaciones que
revelan -no sé cuál es peor- o ignorancia, o desprecio por la verdad y la
racionalidad, y se entiende el descorazonamiento que hay entre los
inversionistas y ahorrantes del país, sean chicos o grandes. Por algo la
reforma tributaria se vuelve cada vez más impopular. Más de una encuesta revela
que la gente cree que sí va a afectar a la clase media. En cuanto a que
"van a pagar más los que más pueden", aparte de ser una obviedad, no
es un gran consuelo, porque cualquiera sabe que los que más pueden son los que
menos sufren.
Una reforma mal concebida ha complicado las
loables intenciones de la Presidente de darnos un país más inclusivo. Y eso que
apenas empezamos a discutir lo que promete ser una reforma educacional muy
confusa, en que el esfuerzo recaudatorio se va a destinar a traspasos de un
bolsillo a otro y no a inversión en calidad. Qué raro que no se prefiera
invertir todo ese dinero en mejorar la educación escolar pública.
¿Cómo ocurrió todo esto? Una hipótesis. A los
técnicos de la Nueva Mayoría se les encomendó una misión imposible. La de
trasladar a políticas públicas un paquete de eslóganes ideados por
intelectuales de una izquierda sesentera, y refractados desde la calle con
euforia estudiantil; eslóganes cuya seductora simpleza había conquistado a las
cúpulas de la Nueva Mayoría, y que Michelle Bachelet tuvo que adoptar al llegar
a Chile. Es porque han tenido que cuadrar tantos círculos que a los técnicos se
les ve tan poco convencidos de sus políticas, y tan agresivos al explicarlas. Es que en su corazón siempre supieron que no
aguantaban mucha discusión racional, por lo que había que imponerlas con
aplanadora. Por otro lado, donde las políticas públicas emanan de
eslóganes, es difícil difundirlas sin recurrir a más eslóganes.
En estos días en que pareciera que se quiere volver a un socialismo sesentero, qué
difícil no sentir nostalgia por un año como el 2000, cuando se instalaba el
primer Presidente socialista en treinta años, para implantar en el país una
sana socialdemocracia del siglo 21.