Hombres de partido
Por Gonzalo Rojas Sánchez.
Hora de definiciones en los partidos. Para algunos, los de la Concertación, por su crisis arrastrada desde hace meses y acentuada por su inminente derrota.
Para otros, los de la Coalición, por los desafíos que les planteará desde el mismo 17 de enero su tan anhelada victoria.
En los primeros, ruedan y rodarán las cabezas, porque la derrota devorará a sus peores hijos. En los segundos, el reordenamiento directivo dependerá de sus propias necesidades y proyectos en relación con el nuevo gobierno.
Kast fue el primero en plantear el necesario recambio dirigencial; Enríquez-Ominami lo siguió por fuera de su propio partido; Monckeberg levantó el tema en Renovación, con los resultados electorales aún calentitos; después, Rossi, Harboe y Walker han tratado de tomar para sus propias colectividades el ritmo impuesto por otros.
Es momento, por lo tanto, de observar con cuidado a quienes conducen y representan hoy a esas imprescindibles instituciones democráticas llamadas partidos políticos.
¿Por qué están tan desprestigiados? ¿Por qué son una de las corporaciones peor evaluadas por la ciudadanía (lo que implica, obviamente, que el chileno de capacidades medio-altas tiende a no considerarlos como una opción personal)?
La razón está en esos curiosos sujetos que son “los hombres de partido”. En ellos hay un no sé qué común —ya sean dirigentes locales, regionales o nacionales, militen en el centro, en la izquierda o en la derecha— por el cual la ciudadanía los percibe como una categoría especial y extraña. ¿Qué gen es ése?
Es la mentalidad burocrática hecha partido. Se trata de hombres y mujeres que han buscado cobijo en las estructuras partidarias y que han subido peldaño a peldaño, sobre la base de identificarse gradualmente más y más con el partido como forma de vida. Y esto ha sucedido por igual en las colectividades de mentalidad estatista como en las de aproximación liberal o conservadora.
Son personas que han comenzado a militar entre los 18 y los 25 años; a los 35 ya estaban instaladas en directivas de importancia media, y entre los 50 y los 60 han alcanzado las cumbres de la dirigencia nacional o de la representación parlamentaria. Han logrado recorrer ese camino porque otros iguales a ellos —los dirigentes mayores— han reconocido el gen común y los han potenciado.
Durante todos esos años de militancia, los hombres y mujeres de partido se han ido identificando de tal modo con su institución (como esas señoras mayores con sus perros), que las otras dimensiones de sus vidas han ido desfigurándose y desapareciendo.
Por lo tanto, el recambio en los partidos políticos chilenos no se logrará por el solo hecho de que una nueva camada alcance su conducción, sino que únicamente será posible si un nuevo tipo de dirigentes logra prevalecer. Ésta no es una cuestión de edad, sino de genética política.
Por cierto, no hace falta un ADN común a todos: eso sería totalitario, estalinista. Pero de los nuevos dirigentes partidarios sí se puede esperar que, en vez de ser “hombres de partido”, sean personas de familia, o de fe, o de trabajo, o de estudio, o de principios; o, mejor todavía, de varias de estas coordenadas en conjunto (en buena medida, el éxito de Carlos Larraín se debe a eso).
En todos los partidos políticos es posible encontrar personas con esas condiciones, y es muy probable que sean mayoritariamente jóvenes, aún no burocratizados por la maquinaria partidaria.
En todos, menos en el PC, por cierto: sus militantes se levantan comunistas, desayunan comunistas, van al baño comunistas, trabajan comunistas, se enamoran comunistas... Su presencia en el Congreso servirá al menos para contrastarlos con una sana genética política.