El urbanismo del Centenario,
por Adolfo Ibáñez.
No se asuste si lo convido a pasear por el barrio ubicado al sur de Av. Matta, entre Santa Elena y la Norte-Sur. Allí se descubre algo del Santiago del Centenario que permite valorar el urbanismo de entonces. A primera vista vemos sólo una cuadrícula como la de todas las ciudades, excepto Valparaíso. En los años sesenta del siglo pasado Lukas (el notable dibujante de mi tierra porteña) enunció la diferenciación definitiva: dijo que en Chile había dos tipos de ciudades: Valparaíso y las que son como Quillota, y que Santiago era la más grande de las que son como Quillota.
Pero en el caso de este barrio hay que resaltar otros aspectos, como el ancho de las calles: más o menos dieciocho metros, de muro a muro, fachada continua; calzada de ocho metros y dos veredas amplias formadas por un gran bandejón para jardín y el camino para los peatones. Hasta el presente subsisten iguales, salvo aquellas invadidas por los buses. Sus casas son modestas pero de gran dignidad. Un cierto número de ellas ha perdurado hasta hoy: desaliñadas algunas y otras bien. Las fachadas muestran una puerta y una o dos ventanas por cada una.
Siéntese en alguna plaza y observe a su alrededor pensando en los vecinos de aquella época: personas modestas, que con esta vivienda completaron una trayectoria iniciada cuando jóvenes en el campo. De allí pasaron a la ciudad debido al incremento de la productividad agraria y al dinamismo urbano del novecientos. Trajeron su bagaje cultural, lo que implicaba la construcción de ranchos; luego saltaron a un conventillo o cité, para terminar su jornada laboral y su transformación urbana en estas casas.
Sus ingresos les permitían, además de costear sus vidas y la de sus familias, pagar la deuda o el arriendo de ellas, cancelar sus cuotas a la mutualidad que los protegía en momentos difíciles y, también, ahorrar. En 1920 existían en Chile un millón cien mil cuentas de ahorro. La población entre 15 y 50 años sumaba 1.600.000 personas. Si se considera que los campesinos (cincuenta por ciento del total) se protegían criando animales, había trescientas mil cuentas en exceso que corresponderían a mineros y otros oficios rurales no agrícolas.
Era gente imbuida de espíritu republicano, que los llevaba a prever y solucionar por sí mismos sus problemas, sin esperar la beneficencia estatal. También hacían un esfuerzo educacional, que disminuía aceleradamente el analfabetismo y que completaba su urbanización. Estos rasgos los habilitaban para colaborar en empresas comunes con otros semejantes a ellos, como las de las mutualidades. Por lo mismo, tampoco permitían ser atropellados con malos tratos laborales, paga menguada o encarecimientos de la vida debido a la fluctuación de la moneda, motivos que los inducían a protestar, airadamente a veces.
El urbanismo de este amplio sector se replicó en otros barrios y en otras ciudades: Antofagasta, entre el Mercado Central y la calle Salvador Reyes. Punta Arenas, alrededor del puerto. Talca, contiguo a los terminales de buses. Iquique, desde calle Zégers hacia Cavancha. En Los Andes, la población Centenario. Estos ejemplos muestran que lo urbano constituía un valor superior: no sólo un espacio para construir soluciones habitacionales. Era indispensable para que sus habitantes fueran propiamente ciudadanos.
La prestancia de estos barrios contradice las denuncias y críticas al estado del país formuladas en aquella época. Se ha hecho un lugar común aceptar sin más los testimonios literarios que privilegiaron el despliegue de ideologías y modas estéticas, antes que el retrato circunstanciado de la sociedad en que vivían. Transmitir lamentos entonces fue, seguramente, como hoy día conquistar rating presentando sólo calamidades.
En las difundidas narraciones de Baldomero Lillo, los protagonistas nunca sonríen, ni aún los chiquillos; están más preocupados de ser personajes antes que personas: desempeñan un papel en el drama de la historia antes que demostrar sus almas. Frente a esa tendencia, Pedro Prado con Alsino, Juan Francisco González y sus frutas y flores, Pedro Humberto Allende y sus tonadas, y muchos otros, describieron lo chileno en esos mismos años convencidos del valor universal de lo nuestro.