Joaquín Fermandois Huerta es Historiador, experto en relaciones internacionales de Chile
Reconstruir y renovar,
por Joaquín Fermandois Huerta.
El debate crucial de las semanas que han seguido al terremoto, y sobre todo desde la transmisión del mando, tiene un profundo sentido político, aunque lo que se discute es escoger entre alzar impuestos o endeudarse. Algo en sordina, se debate también si se debería desplegar una especie de plan, en el sentido de “planificación”, con un peso creciente del Estado, en las huellas de la Corfo de mediados del siglo pasado. Si el alza de impuestos fuera la meca del progreso social, la respuesta universal sería elevarlos indefinidamente, “hasta que no quede ningún pobre”. ¿Dónde ha dado resultado semejante receta? Parto de la base de que en el plano público nadie sostiene que no debería haber impuestos.
Asimismo, suscitar una deuda que después no pueda ser solventada por el mecanismo económico que sepamos desarrollar nos llevará a un estancamiento inevitable. Tampoco existe tal cosa como “impuestos (exclusivamente) para los ricos”. Sólo dos tipos de tributos pueden caer en esta categoría: los que esconden una intención expropiatoria y los que afectan más que nada a la inversión, o sea, a la economía misma. Obvio, no se trata ahora del primer caso, aunque hace 45 años se discutía si lo era el global complementario. En las circunstancias actuales se trata del segundo caso, de castigo al proceso económico. En efecto, por vejatoria que sea la ostentación de riquezas, afrenta que provoca la exigencia de mayores impuestos, sólo es una punta del iceberg. Tras el gasto suntuario, la parte sustancial de las ganancias están invertidas, si es que se han tomado las buenas decisiones públicas. Si no se quiere afectar el funcionamiento mismo de la inversión y el desarrollo, el aumento de la tributación va a incluir a una ancha lonja de la clase media, no sólo a los ricos. No existe una fórmula matemática para fijar el nivel de impuestos necesario. Es parte del arte de la política (y de la economía política). Se esgrimen ejemplos de países con un grado más alto de tributación que el nuestro que —no se olvide— son todos desarrollados, que construyeron su sistema después de haber arribado a ese estatus. Y en ellos la carga tributaria, muchas veces considerada demasiado exorbitante por casi todos, es sujeto de debate permanente.
A veces existen circunstancias extraordinarias como las de esta hora, en las que son inevitables mayores impuestos o se deben contraer niveles inusitados de deuda. Para ello también hay que tener la disciplina necesaria para que, una vez transcurrida la urgencia, exista la capacidad de pagar la deuda sin castigar la inversión y las reservas, o de derogar los impuestos en cuestión. Los antecedentes no son promisorios, aunque hay que aprovechar que ha mejorado la cultura económica desde los terremotos de 1939 y 1960.
Que no se desvanezca la meta estratégica de imprimir un brinco de desarrollo a Chile. Un país no puede sin más detener su vida para reconstruirse. En un momento dado se terminarán los recursos, que al final de los finales sólo pueden provenir de su crecimiento. Si Alemania y Japón, en las ruinas en 1945, hubieran planificado para reconstruir todo antes de pensar en el crecimiento económico, estarían todavía en las mismas. En cambio, combinaron la reconstrucción con una renovación política y económica, con lo que dejaron atrás de manera espectacular la depresión de la década de 1930. Requerimos una transformación cualitativa que es mucho más que económica, pero a la que le es imprescindible un crecimiento, de manera de que los ingresos fiscales aumenten de verdad, y no mediante tributos que engañosamente afectarían sólo a las grandes empresas o fortunas.