Fin del monopolio cultural, por Roberto Ampuero.
A partir de esta campaña presidencial, nada será ya como antes en el debate cultural de Chile. En el último medio siglo —excluyendo la etapa de la dictadura militar—, sectores de izquierda dominaron sin contrapeso la discusión en este ámbito de la vida nacional. Se trató de un monopolio que discriminó a intelectuales, artistas o gestores culturales no sólo de derecha, sino también de visión liberal, de centro o democratacristiana.
La reciente actividad de respaldo a la candidatura de Sebastián Piñera, celebrada en la Biblioteca Nacional, donde descollaron los premios Cervantes Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards, simbolizó precisamente el inicio de una nueva época, una que en cultura dejó atrás el monólogo y abrió el cauce a la pluralidad y el debate; una que dejó en evidencia que no es premisa ser militante de izquierda para ser artista, escritor o intelectual de verdad.
Es bueno que naufraguen los clisés también en este sentido. No hay democracia donde no se incluyan en esta dimensión diversas sensibilidades nacionales. La cultura de un país, y también el modo en que ésta se impulsa mediante recursos fiscales y privados, concierne a todos, puesto que en el fondo ella es el modo en que una nación se ve y se relata a sí misma, se recuerda, se divierte y se proyecta al mundo y el futuro. Por ello importa este cambio de época. Fue posible gracias al coraje civil de intelectuales, artistas y gestores culturales que desafían presiones y que sienten que también en la promoción de la cultura es preferible el diálogo al monólogo, la diversidad a la homogeneidad, la pluralidad a la unanimidad monolítica.
Desgraciadamente, la izquierda dura ha reaccionado con violencia a través de los medios, injuriando a creadores que participan en actividades de la oposición. Carente de argumentos, pero pletórica de epítetos, ella define como “traidores”, “vendidos” y “fascistas” a colegas que apoyan las propuestas opositoras, que son fruto de dos años de labor del grupo Tantauco, representan a un vasto sector de la ciudadanía y recogen un ansia natural por impulsar la cultura de forma diferente, de modo más amplio, inclusivo, libre de los favoritismos que se han entreverado en estos años como enredaderas en torno al poder. Particularmente los artistas y escritores que condenamos por igual a dictaduras de izquierda y derecha, exigimos también en democracia el fin de cualquier exclusión, especialmente en el ámbito cultural, y consideramos lamentable la aparición de quienes se consideran tocados por la varita de la verdad y una supuesta superioridad moral.
¿Por qué este sector actúa con intolerancia ante sensibilidades disidentes? ¿Por qué reacciona como si fuese el dueño de la verdad, la cultura y los recursos fiscales para promoverla? ¿Por qué niega a creadores liberales, de centro o de derecha el derecho a proponer modos alternativos para emplear fondos que financiamos los chilenos? Inquietan estos exabruptos que no se observan en otros terrenos de la campaña oficialista. Manifiesta que el monopolio llegó a su fin y que la promoción cultural es algo infinitamente más importante que el destino de ciertos fondos y puestos públicos. Tiene que ver con la forma en que una nación construye su identidad, su memoria y enhebra sus sueños de futuro.