Los estafadores de la “industria local”,
Alberto Medina Méndez .
Con cierto aire folklórico, una corriente emotiva se ha terminado convirtiendo en una cuasi ideología. Movimientos que se ufanan de su nacionalismo, de preservar las tradiciones y fortalecer la historia doméstica se han encargado de servir de plataforma a una de las mayores estafas de este tiempo.
Un grupo de pillos, de rufianes oportunistas, se abusan del sentido de pertenencia que cualquier territorio genera a su alrededor. Ellos han exacerbado el sentido de lo local para transformar esa visión en algo así como una escala de valores que les resulta más que funcional a sus intereses económicos.
Han logrado construir una fantasía con cierta verosimilitud que solo cabe en la mente de los incautos y desprevenidos. Es que se trata de una casta de aprovechadores profesionales que han convencido a propios y extraños de que proteger la industria local implica salvaguardar el bien común, que la política debe generar espacios para favorecer a los de adentro y evitar que los de afuera hagan de las suyas.
Se ocupan de promover normas que favorezcan el compre local, las industrias del lugar. Dicen que debemos cuidar todo lo de adentro, para despotricar contra lo foráneo, induciendo a simplificaciones que hacen que lo propio sea bueno, y lo de afuera sea malo. Solo buscan protección, privilegios, prebendas, favores públicos, que hagan que sus emprendimientos sean viables, que haga rentables segmentos que no lo son.
Han construido un razonamiento que parece sostenible. Quieren que la industria local florezca, para mantener los puestos de trabajo y la actividad económica del lugar se revitalice dando oportunidades a los de adentro. Suena romántico y convocante.
Pero lo que no aclaran es quienes pagarán esa “fiesta”, quienes sostendrán su circo inmoral. Pretenden protecciones porque son ineficientes, porque quieren desarrollar actividades que no pueden sobrevivir sin subsidios, sin privilegios, sin apoyo estatal, ventajas impositivas, o castigos vía barreras para los que vienen de afuera. Se trata, según ellos, de impedir que la competencia foránea, ingrese al mercado local, destruyendo la industria del lugar y provocando perdidas de empleo.
Aspiran a tener protección, ganar dinero sin tomar riesgos, que el Estado les garantice rentabilidad para hacer un negocio seguro, que no dependa de los vaivenes del mercado. Lo que no quieren es competir, desean un monopolio apoyado desde el Estado, y con una gran mística periférica que haga que la gente los avale, que la política los sostenga.
Tampoco hablan de las consecuencias de su pseudo ideología. Aspiran a que alguien los subsidie, que financie las ineficacias de su negocio, su aventura empresaria, socializando las perdidas y privatizando sus ganancias.
La sociedad se obliga a pagarles sus deficiencias, vía impuestos, endeudamiento o cualquier retorcido método que posibilite la transferencia desde el sector privado, de los que trabajan para ganarse su salario, de los que desempeñan su oficio, hacia los que parasitan desde las oficinas públicas imponiendo regulaciones o desde los sectores prebendarios, promoviendo ventajas que solo le resultan convenientes a ellos mismos.
Saben lo que hacen, se escudarán en la sensiblería de los puestos de trabajo, de favorecer lo propio, y de ayudar al crecimiento local. Todos argumentos que apuntan al corazón, a la emotividad, pero pocas veces a la razón.
Para que sus empresas ineficientes sean viables, la sociedad toda deberá aportar la diferencia y hasta la ganancia. Esos recursos no pueden tener otro origen que cada individuo, que resignará su propio consumo, el que hubiera elegido en libertad, para destinar esos dineros al “estafador” y los supuestos ideales románticos que defiende.
Pero no se agota allí la historia, no se trata solo de las exenciones impositivas, los regimenes privilegiados, las subvenciones otorgadas, sino también del cúmulo de regulaciones que lo favorecerán para impedir que sus competidores ingresen al mercado. Todas esas reglas “hechas a medida”, evitarán que quienes pueden ofrecer un mejor producto, mas barato, en mejores condiciones, no lo consigan. Para ello, lobby mediante, el “protegido” empresario local, conseguirá que las normas castiguen económicamente a quienes insistan en ofrecer sus productos desde afuera. Le impondrá barreras arancelarias que impidan la competencia, restricciones formales que hagan que sus intentos no estén contemplados por las reglas domesticas. Todo tipo de escollo sirve al loable fin que intentarán defender con uñas y dientes.
Pero los consumidores locales tendrán que abonar un precio más alto por un servicio por el que optan acorralados por las reglas artificiales obtenidas bajo el amparo de la influencia del “afortunado”. Para abonar ese sobreprecio del proveedor local, los clientes del lugar tendrán que privarse de consumir otros bienes, reduciendo su capacidad de compra. El fin justifica los medios dirá la caterva de aduladores que rodea al privilegiado y sus “convenientes” aliados. Para ellos no tiene mucha importancia que el consumidor local pague mas, después de todo se trata de ayudar a los empresarios locales, fortalecer el mercado interno y preservar el empleo de los lugareños.
Lo que nuevamente no dirán es que el dinero que el consumidor local utilizó para pagar el sobreprecio de esta prebenda, solo puede explicarse al privarse del consumo de otro bien. Es en esa otra actividad, en ese otro sector, donde el cliente local no podrá poner voluntariamente su dinero y por lo tanto habrá hecho desaparecer sin intención a otra actividad, en este caso sin protección.
Los genuinos empresarios locales, esos que no gozan del calor del poder, serán los primeros perjudicados. Ellos y sus empleados, que son los que realmente perderán puestos de trabajo pero sin tanta trascendencia, de modo progresivo, casi en silencio.
Es que los “privilegiados de siempre” saben invertir su tiempo en hacer lobby, en traficar influencias, en convencer políticos y aportar argumentos al debate social, para ponerse a la gente de su lado.
Los verdaderos emprendedores, los que pelean cotidianamente en el mercado sin protección alguna, mas que la de prestar el mejor servicio, ofrecer el mejor producto, al precio mas bajo posible, con el menor margen que pueda darle viabilidad a su negocio y lidiando con los competidores a diario, ellos, no tendrán defensores en la lucha. Al contrario, pagarán el costo de este engendro, con menos empleos, con una inferior ganancia, en una verdadera competencia desleal, desde otros sectores de la economía.
En economía no se puede hacer magia, las soluciones las provee un marco normativo transparente, donde los empresarios toman riesgos, se dedican a hacer lo que saben hacer, y subsisten solo si son elegidos por sus clientes todos los días, con claros incentivos perdurables en el tiempo, esos que solo provee el mercado, para ofrecer el mejor producto, al menor precio, desde la óptica de quien lo consume.
Cuando las empresas, ya no toman riesgos, e invierten tiempo en recorrer pasillos de oficinas públicas, la ciudadanía toda habrá perdido, porque pagará la nueva parodia con sus propios ingresos, abonando en el mercado local precios irreales.
Si no entendemos que detrás de cada idea retorcida de estas que pretenden cuidar lo propio, existen mas problemas que soluciones, más daños que beneficios, y sobre todo perversos intereses parciales que solo desean alimentar sus propias ineficiencias frente a la incapacidad de superar a sus competidores, estaremos transitando un camino sin retorno, ese que nos proponen los estafadores de la industria local.