El frenético libresco,
por Jorge Edwards.
En medio del ajetreo diario, me las arreglo para salir a caminar en la tarde y entrar en una librería. Son tardes otoñales más bien tranquilas, tibias, de cielos extraordinarios, de grandes masas de verde que amarillean. No sé si existe el verbo amarillear o si acabo de inventarlo. Hace años, pasé frente a las mismas vitrinas, entré y compré El niño que enloqueció de amor, de Eduardo Barrios, en su versión francesa. Fue una experiencia interesante: leer de nuevo ese viejo libro escolar, conmovedor, clásico y a la vez extraño, quizá perverso, en su traducción al francés. Adiviné a través del idioma extranjero el tono y hasta los giros, los chilenismos, de la escritura original. No sólo eso: sentí las campanadas de las iglesias de Santiago en un invierno desaparecido. Era una bonita historia, y cuando el lector llegaba a una de sus culminaciones, había un sonido general, difuso, de campanas. Ardamos, y callemos, y campanas, escribía el poeta de Residencia, y había acuñado la expresión de «frenético libresco» a propósito de alguien que parecía estar demasiado cerca de la tinta.
Ahora compro dos libros que leí hace alrededor de medio siglo: uno es L’homme révolté, de Albert Camus, y el otro es Dublinois (Dublineses), de James Joyce. James Joyce en su traducción francesa. Parece que en mi adolescencia hablaba mucho de los jesuitas, de sus retiros espirituales, de Ignacio de Loyola y todo eso. Era lector fiel, constante, apasionado, de Miguel de Unamuno, vasco y conocedor crítico, difícil, a veces malhumorado, de la historia de la Compañía. Encontraba en sus páginas, en ediciones baratas de la colección Austral, admiraciones contradictorias, encrucijadas intelectuales y emocionales, arrebatos de amor y odio. Don Miguel declaraba: las dos grandes creaciones de los vascos son la Compañía de Jesús y la República de Chile. No sé si Chile se ajusta muy bien al concepto. Antes, hace un siglo, en tiempos de los hermanos Amunátegui, del Presidente Balmaceda, de los Irarrázaval de diferentes pelajes, parecía que sí, pero ahora ya no es tan seguro. Escucho cuecas del Bicentenario, por ejemplo, y les descubro un aire entre aragonés y andaluz. Me ha tocado ver partidos de fútbol en los que se insinúa una jota espontánea en las graderías, y de repente esa jota adquiere, para mis oídos chilenos, un ritmo de cueca. Pero no diviso en ninguna parte el Chile «castellano-vasco» del que hablaban algunos teóricos de la Historia. El caso es que hablaba en mi adolescencia de los jesuitas de Santiago, de sus ritos y sus costumbres, y un amigo apasionado de la filosofía, Roberto Torretti, que acababa de salir del Grange School y que leía a escritores de lengua inglesa, me dijo que las cosas que yo contaba también aparecían en los relatos de un novelista irlandés, un tal James Joyce. Corrí a la librería Studio de la calle de las Agustinas, en Santiago, y compré el Retrato del artista adolescente y Dublineses. No sé si las novedades de hoy se pueden adquirir con tanta facilidad en las librerías actuales. Pues bien, eso ocurría a fines de la década de los cuarenta, cuando sólo una docena de santiaguinos y un puñado de viñamarinos y de personas de Concepción habían escuchado hablar del autor descomunal, desproporcionado, rabelaisiano, del Ulises. Recuerdo mis impresiones de entonces, y ahora, con más de medio siglo de distancia, abro el volumen de bolsillo y me encuentro en una casa de Dublín, en un lugar donde hay dos hermanas y un sacerdote moribundo. O recorro con toda calma el retrato de un personaje, un adolescente feroz, que derrotaba a todo el mundo en luchas cuerpo a cuerpo, y que después de sus victorias hacía una danza salvaje de celebración, con una tapa de tetera en la cabeza, golpeando una lata de conservas y aullando: ¡Ya, yaka, yaka, yaka! El asombro general de ese barrio de Dublín se produjo cuando circuló la noticia de que el personaje de marras, el luchador invencible, el émulo de los Pieles Rojas, confesó que tenía una vocación sacerdotal.
James Joyce, el irlandés, nacido en 1882 en Rathgar, en las afueras de la capital de Irlanda, había comenzado con la publicación de un libro de versos, Música de cámara. Eran pequeñas canciones, trozos de un lirismo exaltado, y alguien, un crítico local, demostró que tenían una relación directa con aires de la época isabelina. Joyce, en otras palabras, era un poeta doblado de un erudito, de un investigador laborioso y extravagante. Leyó filosofía, emprendió estudios de matemáticas avanzadas, hizo dos o tres años de medicina y fue profesor de idiomas. Los jesuitas de Dublín, a diferencia de los nuestros, le habían dado conocimientos sólidos de latín, de griego, de filosofía clásica, y él, a pesar de sus rencores, de sus caprichos, les agradeció esa enseñanza durante toda su vida. Algunos sostienen que fue ateo, pero no estoy convencido. Su actitud dista mucho del laicismo liberal de fines del siglo XIX. Nada más ajeno que Joyce a Julio Michelet, a Hipólito Taine o a Victor Hugo. Era un blasfemo, un provocador, y el tema religioso lo obsesionaba, le provocaba angustia, como se la provocaba también al autor de Del sentimiento trágico de la vida y de La agonía del cristianismo. La vocación religiosa es un problema, una ruptura, que se palpa a la vuelta de cada página de Dublineses. Y esas casas viejas, llenas de gatos, de alfombras gastadas, de macetas con plantas de interior, de maderas pulidas por el tiempo, de señoras gordas que emiten olores peculiares, tienen casi siempre en una de sus habitaciones, medio escondido, a un jesuita huesudo, pensativo, de manos callosas. Me adentro, pues, en los primeros cuentos de Joyce, con no disimulado regocijo, y me dispongo a dedicarme más tarde a Albert Camus. ¿Por qué? Por afición, por espíritu deportivo, por llevar la contra, como decimos en Chile. Pierdo mi tiempo y lo gano. Y los demás, los que corren para ganarlo todo, pierden algo y no se dan cuenta. Joyce es un heredero remoto de Rabelais y de Jonathan Swift. Camus lo es de Michel de Montaigne y a lo mejor de Henri Bergson: escritores filósofos, filósofos literarios, desmesurados en un caso; en el otro, equilibrados, encarnaciones de la mesura y la sonrisa. No hay manera de explicarlo en dos líneas, pero una crónica, entonces, a lo mejor, es un acertijo.