Fiel a la tradición de la mayoría de sus predecesores desde León XIII en adelante, Benedicto XVI promulgó el 29 de junio «Caritas in veritate», su primera encíclica social y tercera en su pontificado.
¿Por qué una nueva encíclica social? ¿Acaso el magisterio social precedente no se había pronunciado sobre estos temas? Sin duda, pero desde Populorum progressio (1967) y Sollicitudo rei socialis (1987) el mundo ha cambiado considerablemente. No sólo enfrentamos nuevos problemas y desafíos, sino también experimentamos una desproporción muy grande entre el desarrollo científico-tecnológico y el moral-espiritual, que se ha estancado o empobrecido. Para aspirar a un “desarrollo auténtico”, nos dice Benedicto XVI, se “necesitan unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que superen la visión materialista de los acontecimientos humanos y que vislumbren en el desarrollo ese «algo más» que la técnica no puede ofrecer”. A diferencia del pontificado de Pablo VI, “hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (N° 74). Este, me parece, es uno de los grandes aportes de la encíclica: recordar y/o constatar que la verdadera crisis no es económica, financiera o política, sino que ellas son el reflejo de una mucho más profunda: la crisis del hombre, que ha expulsado a Dios de la vida pública, que se muestra indiferente frente a la caridad y que relativiza o rechaza la verdad. De este modo, un auténtico desarrollo humano es inviable, no porque no dispongamos de los medios técnicos o económicos para lograrlo, sino porque nuestro corazón se muestra indiferente ante la caritas in veritate, “principal fuerza impulsora
Pero no hay que engañarse, esta encíclica no es un lamento pío. Es un llamamiento e invitación a “todos los hombres de buena voluntad” a desarrollar y practicar un nuevo ethos que tenga en cuenta la íntima relación entre el respeto a la vida y su proyección en los temas económicos, políticos, sociales y culturales vinculados al desarrollo, pues “no hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo” (N° 76).
En un tono de optimismo realista, Benedicto XVI deposita, entonces, sus esperanzas mucho más en las personas que en las instituciones: la posibilidad de alcanzar un auténtico desarrollo humano no depende principalmente de estructuras políticas, económicas y sociales justas,