La desigualdad acapara los titulares. El principal partido de gobierno -luego de 17 años en el poder- acusa a la economía de mercado de causar la pobreza y se pronuncia oficialmente por la rectificación del modelo. Sus socios de izquierda no disimulan su contento. Desde la Oposición, ya no se critica sólo la pobreza y la falta de oportunidades, como es dable esperar de una coalición de centro derecha, sino que la desigualdad de los ingresos, esto es, en los resultados del quehacer económico. ¿Hay razones objetivas para virar hacia una estrategia que privilegie la redistribución en lugar del crecimiento del ingreso?
De acuerdo a las encuestas, los chilenos no participan del desencanto con el modelo. Un sondeo publicado por La Tercera revela que 55% de los chilenos respalda al modelo económico vigente (67% entre los más jóvenes). La encuesta ECOSOCIAL, levantada en siete países latinoamericanos (puede consultarse en CIEPLAN) revela un continente mucho más moderno y pro mercado que lo que hacen creer las estridencias de Hugo Chávez. Chile aparece como uno de los países más optimistas y con menor percepción de injusticia social. En efecto, 62% de los chilenos tendría expectativas de ascender socialmente y 72% tendría confianza en que sus hijos lo lograrían. El enriquecimiento es visto como resultado de la “iniciativa y el trabajo duro” por un 35% de los interrogados, sólo un 18% lo atribuye a herencias o contactos familiares. La pobreza, en cambio, es vista por el 44% como causada por la flojera y los vicios; para sólo el 10% ella proviene de la mala situación de los padres o de la discriminación. Hay una posición mayoritariamente favorable a un modelo de sociedad que recompense el esfuerzo individual y favorezca el progreso, aún a costa de una mayor desigualdad. Pero, no todo es color rosa. Se estima que la probabilidad que tiene un joven pobre de acceder a la universidad es de sólo 39%. Hay temor a perder el empleo o caer en una enfermedad costosa. La inseguridad ciudadana es otra preocupación apremiante.
Las cifras duras de la economía nacional explican por qué la opinión pública no está disconforme. Pese al modesto crecimiento de los últimos 10 años –sólo 3,9% anual, comparado con 7,9% en el decenio previo- la incidencia de la pobreza, según la medición oficial, bajó desde 23% a 14%. El número de personas bajo el ingreso familiar “ético” de $220.000 al mes cayó 16%, en tanto que aquellas sobre $660.000 subieron en 39%. La Encuesta de Panel CASEN, cuyo primer avance acaba de ser publicado por MIDEPLAN, muestra que sólo un 4,4% de la población ha sido permanentemente pobre a lo largo de los últimos 10 años. El grado de movilidad desde y hacia la pobreza es considerable: dos tercios de los pobres de cinco años hoy ya no lo son; cerca de la mitad de los pobres del 2006 no lo era en el 2001.
Aparentemente, los principales factores que explican esos desplazamientos son las variaciones en el empleo -por cesantía o enfermedad- y el tamaño del hogar. Aunque la adversidad golpea severamente a algunos, son muchos los ganadores. No querrán ellos atribuir sus avances a supuestas injusticias del sistema. ¿Quién se ofrece para representarlos en política?
La principal fuente de progreso social es el crecimiento económico, que mejora las oportunidades de empleo y eleva los ingresos. De acuerdo a los economistas Osvaldo Larrañaga y Rodrigo Herrera, en los últimos seis años la pobreza cayó fuerte porque los ingresos de los más pobres crecieron por sobre el promedio del país. Hay quienes ven en ello una confirmación de que no es el crecimiento económico sino las políticas redistributivas las que darían tan buen resultado. La verdad es que el estudio mencionado está lejos de probar algo semejante. En el quintil más pobre, mientras el 65% del incremento del ingreso proviene de las remuneraciones, sólo el 10% es atribuible a los subsidios otorgados por los programas sociales. Nótese que otro 15% es producto de la disminución en el tamaño de los hogares. Los ingresos han subido gracias a la mejoría de la ocupación como de los salarios. Aunque la magnitud de estos cambios es sorprendentemente alto (muy superior al que acusan las estadísticas del INE), no es de extrañar que tanto la recuperación cíclica desde la recesión de 1999, como el crecimiento sostenido desde entonces, beneficien especialmente a los más pobres. Después de todo, no es el nivel de vida de los sectores más acomodados lo que diferencia a Chile de un país desarrollado, sino precisamente la situación de los sectores medios y bajos.
Mientras tanto, los indicadores de la desigualdad de ingresos siguen causando polémica. Muestran que, antes de considerar los programas sociales y los impuestos, la desigualdad es alta y relativamente estable. En parte, ella se debe a la falta de trabajo: en Chile tiene ocupación sólo el 58% de la población en edad de hacerlo; en los países ricos esa tasa es 66%. La falta de empleos es mayor entre las mujeres y los jóvenes, y afecta principalmente a los estratos más pobres. Una reforma laboral que levante las barreras existentes es una forma directa y rápida de propiciar una mayor igualdad de oportunidades.
La otra gran fuente de desigualdad son las diferencias educacionales. En un trabajo reciente, los economistas de la Universidad de Chile. Dante Contreras y Sebastián Gallegos, muestran que casi la mitad de la desigualdad salarial está asociada a este factor, por lejos el de mayor capacidad explicativa. Indican además, que es más influyente en Chile que en otros países de la región y que su preponderancia ha aumentado en los últimos diez años. Esto no es de extrañar. Es alto el premio que el mercado laboral paga por la educación superior, profesional o técnica, precisamente porque es un factor escaso y su remuneración está atada a la productividad. Aunque la educación superior se está extendiendo rápido, todavía es privilegio de unos pocos. Y ello se refleja en la distribución del ingreso: en el quintil superior en promedio, hay más de un miembro por hogar con estudios superiores; en el quintil más bajo, hay uno por cada cinco. Pero, como ha demostrado el economista Claudio Sapelli, de la Universidad Católica, la buena noticia es que entre las generaciones más jóvenes la desigualdad educacional se hace progresivamente menor.
El Gobierno está promoviendo una reforma educacional. Una comisión de políticos y técnicos de la Alianza y la Concertación están buscando un terreno común para introducir ciertas reformas necesarias para elevar la calidad de la educación, factor clave para abrir el acceso a la educación superior. El financiamiento de ésta – vía crédito fiscal- todavía es insuficiente y no hace uso de todo el potencial que brinda nuestro desarrollo financiero. En el pasado el descontento con las injusticias sociales y la desigualdad de ingresos avaló la demagogia, el populismo y el estatismo. Los pobres fueron quienes más sufrieron sus consecuencias. Ahora que el debate sobre cómo hacer a Chile más justo ha vuelto a cobrar fuerza, ojalá podamos construir un consenso en torno a las políticas de empleo y pro educación para brindar a todos oportunidades de progreso.
miércoles, octubre 24, 2007
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