lunes, enero 02, 2012

Lágrimas coreanas, por Jorge Edwards.


Lágrimas coreanas, 
 por Jorge Edwards.


Hace días que veo a jóvenes norcoreanas que lloran como histéricas por la muerte de Kim Jong-il, el líder bien amado. Me acuerdo de un poeta venezolano, comunista, que fue contratado como traductor en Corea del Norte y que suprimía adjetivos y títulos del jefe de entonces en los numerosos documentos que tenía que traducir palabra por palabra. Lo hacía para abreviar, por sentido estético y poético. Pues bien, fue condenado a prisión, acusado de irreverencia, de traición, de otros crímenes. Miguel Otero Silva, su compatriota y colega de partido, novelista, comunista y millonario, pasaba en esos años por París y viajaba de vez en cuando a Pyongyang a interceder por él. Consiguió su libertad, al cabo de no pocos años. Quitarle títulos al jefe supremo, aunque fuera en las traducciones de documentos perdidos, era como quitarle atributos a Dios Padre. Todo se reducía a un problema religioso. Nosotros, en Occidente, hemos evolucionado durante siglos hasta conseguir que las cabezas de los Estados no sean consideradas de origen divino. El rey de España, por ejemplo, declara en estos días que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, aun cuando esta declaración tenga consecuencias dentro de su familia. Pero no todos entienden, aquí o allá. Algunos llegan al extremo de mandar farragosos telegramas de condolencia a Corea del Norte.


Cuando viajé a Moscú, en los primeros años de gobierno de Boris Yeltsin, conocí a una señora que había sido amiga de Pablo Neruda y que me confesó que había llorado a mares, en su juventud, al conocer la noticia de la muerte de José Stalin. Como las chicas norcoreanas de ahora. De todos modos, Stalin tuvo más grandeza que el gordito heredero de su cargo. Esta mujer, después, se convirtió en enemiga apasionada del régimen soviético. Ya ven ustedes. Observo en los diarios las caras de las lloronas de estos días y no creo que ninguna de ellas tenga tiempo de cambiar. Corea del Norte se ha quedado al margen de la historia moderna, durante décadas, en nombre de una antigua filosofía mal interpretada.


Los niveles de satrapía a que se ha llegado en ese país son impresionantes. Pero el tema no les interesa nada a los chilenos. Nuestra tosquedad mental, nuestra terquedad, nuestra dureza intelectual a prueba de balas, son dignas de mejores causas. En Europa leí las historias del cocinero japonés de Kim Jong-il. El gran jefe ponía un avión a disposición de su cocinero para que le comprara cargamentos de erizos frescos en las costas de Japón o del oriente ruso. Los niveles de consumo del pueblo, en cambio, que ahora llora la muerte del líder bienamado, eran cada día más miserables.


Las imágenes de los funerales, con el enorme automóvil, con el féretro cubierto por la bandera roja, el hijo tercero a la derecha, el jefe del Ejército al otro lado, el tío y tutor, Jang Song Thaek, detrás, son de estilo inconfundible: fascistas, estalinistas, orwellianas. Representan el entierro del Hermano Mayor y su reemplazo en la célebre novela 1984. Como hay que tener sumo cuidado, como las transiciones son altamente peligrosas, el sucesor avanza debidamente vigilado por el tío severo y por el jefe del Estado Mayor del Ejército Popular. Las jóvenes de la época de José Stalin tuvieron la oportunidad de cambiar, pero con respecto a las jóvenes de la Corea del Norte de hoy no tengo demasiado optimismo. Se perfeccionan las democracias, lentamente, pero también se perfeccionan las dictaduras. Hugo Chávez sugiere que las enfermedades que lo aquejan a él, a Cristina Fernández, al presidente ecuatoriano Correa, al mismo Fidel Castro, son de sutil origen imperialista. Lo afirma con notable convicción, desde una tribuna bien montada, aplaudido a rabiar por sus auditores. Es decir, habría laboratorios del Pentágono, de la CIA, de lugares no menos siniestros, dedicados a producir virus y a lanzarlos contra gobernantes «progresistas».


Un amigo francés, inteligente, de cultura, relacionado de algún modo con los chilenos de Francia, se me acerca y me asegura, con asombro: los chilenos no te perdonan nada. Algunos, le contesto, en el fondo, bastante pocos, y entre ellos hay una especie particular que me da pena. Son los que se me acercan en forma subrepticia y me dicen, en voz baja, mirando para los costados, que están de acuerdo conmigo. ¿Por qué tanto miedo?, me pregunto. ¿Es que no sabemos aprovechar nuestras libertades, nuestros derechos, derechos humanos, sin la menor duda, y pensar con independencia, sin pedirles permiso a comisarios de ninguna clase? La mayoría de los chilenos de hoy, a pesar de las encuestas, de las insistentes y majaderas protestas, de tantas cosas, tiene la ilusión de que el país se podrá desarrollar en un futuro cercano. Tengo la misma ilusión, pero tengo, también, una seria duda. Si no aprendemos a pensar en serio, con personalidad, con entereza, perderemos la oportunidad. El pan se nos quemará en la puerta del horno, como ha sucedido otras veces en nuestra historia. Y esto no será culpa de un solo lado, será una culpa colectiva. Porque el pensamiento es una cuestión de conocimiento, de cultura, de lectura, de estudio, de análisis y polémica abierta. Paso por el país y no veo que todo esto tenga un espacio, una aceptación, un desarrollo suficientes. El estudio es para toda la vida, como predica la Unesco, institución en la que represento a Chile, pero eso aquí no lo practican ni siquiera los estudiantes. ¿Qué se puede esperar, entonces? Me encuentro con excepciones magníficas, en todos lados, pero la regla general me decepciona en casi todo. Y hasta pienso que debería eliminar el «casi».