sábado, abril 24, 2010

Educación cívica, por Jorge Edwards.


Educación cívica,

por Jorge Edwards.

Me parece que hacen falta las clases de educación cívica de mis años de colegio. Así como hacen falta, por razones muy diferentes, pero en el fondo parecidas, las antiguas clases de música. En unas adquiríamos una intuición, una idea primordial, del sistema político, de la organización del Estado. En otras, una noción de la estructura de las obras musicales. Algunos, ahora, podrían pensar que eran aprendizajes inútiles, y por algún motivo fueron suprimidos, pero todo ha sido un error, una concesión a las ideas fáciles, de corto plazo. Tenemos que pensar en términos de estructuras, de diseños, de elaboraciones mentales.

En las últimas semanas se ha planteado el tema de los impuestos. ¿Es necesario aplicar impuestos para emprender un programa de reconstrucción nacional después del terremoto? Los argumentos de los enemigos doctrinarios de los aumentos de impuestos son conocidos, clásicos. Tienen fachadas poderosas. A primera vista impresionantes. Y los argumentos de los otros, los que piden aumentos mayores, y fijos, no transitorios, no son menos impresionantes. Nos movemos entre los conceptos de inversión, de desarrollo sostenido, sin los cuales no hay protección social ni justicia posibles, y las razones contrarias.

Pero las imágenes del terremoto, las caras de la gente condenada a vivir en carpas, después de haberlo perdido todo son un argumento superior, tienen una lógica propia, indiscutible. ¿Que la inversión, la economía, el crecimiento? Sí, señores, pero opinar así desde una casa bien calefaccionada del barrio alto de Santiago tiene una carencia esencial, una cojera. Creo que las palabras de Sebastián Piñera, contra toda ortodoxia económica, fueron razonables. Frente a la teoría, a la racionalidad pura, opusieron una motivación política. Algunos sostienen que cedieron a las presiones políticas. Las caras de los pobladores sin techo, a la intemperie, que todavía no reciben una modesta mediagua, ¿pueden interpretarse como «presiones políticas»?

Hay dos extremos que se miran como perros y gatos y que se juzgan desde sus posiciones extremas. Y hay otro fenómeno muy diferente, que sólo se puede entender con un gran esfuerzo de comprensión y desde adentro: el de gobernar en la práctica, observado y esperado por todos, el de cantar con guitarra. Desde la cubierta de un barco al que llegó a bordo de un helicóptero y después de dar un salto intempestivo, de acuerdo con su estilo, el Presidente dijo: “En el programa de financiamiento que estamos ofreciendo les estamos pidiendo a los que tienen más oportunidades, para poder ayudar mejor a los que han tenido menos oportunidades”. Nadie puede interpretar esta frase en el sentido de que el Presidente se está escorando hacia la izquierda o cediendo a estas famosas presiones. Pensar así sería una forma de simplismo. Los jefes de Estado tienen elementos de juicio más completos y están obligados a responder a tendencias, a equilibrios, que van más allá de las facciones políticas. Es un tema clásico, y me imagino que los actores actuales tienen poca noción de sus antecedentes históricos, intelectuales. Nicolás Maquiavelo sabía mucho de estos asuntos, y Michel de Montaigne, para no hablar de Aristóteles o de Plutarco. Nosotros, desprovistos de nuestras antiguas clases de educación cívica, estamos obligados a bregar en medio de una densa desinformación y descubrir la pólvora a cada rato.

He pensado en estos días, observando el acalorado debate que se perfila y se manifiesta por todos lados, que los extremos, por respeto a la historia y a la naturaleza, están obligados a olvidarse de las teorías. El supremo argumento es el de la naturaleza: el del terremoto y sus desastres. Después, en un segundo plano, vienen las tomas de posición. En una democracia moderna, la derecha tiene la obligación de revisar, de poner en tela de juicio, sus propios y habituales argumentos. Y la izquierda también. No es nada de fácil, pero la facción que no sea capaz de hacerlo se quedará atrás, y el tiempo de la contienda, entre nosotros, con nuestros plazos presidenciales inspirados en el viejo PRI mexicano, es angustiosamente corto. El socialismo, para hablar en términos generales, sin pensar en un partido preciso, está en la necesidad imperiosa de dar signos de responsabilidad y de credibilidad económica. De lo contrario, puede animar a su público, puede sacar aplausos, pero en último término no puede convencer. En este aspecto, creer que los ministros de Hacienda tienen la culpa de no se sabe qué cosas es un disparate. Si los gobiernos chilenos de línea socialista, para decirlo de alguna manera, tuvieron una virtud, ésta consistió en tratar de alcanzar la síntesis entre la ortodoxia económica y la protección social. Parece la cuadratura del círculo, pero la gracia consiste en que esta cuadratura imposible se vuelva medianamente posible. Ni más ni menos.

La derecha, por su lado, está obligada a descubrir que no se puede gobernar con ideas de derecha químicamente puras, por muy razonables y argumentables que sean. No se puede subir los impuestos, pero en determinadas emergencias, en catástrofes nacionales, hay que subirlos, por innecesario que esto sea en teoría. ¿Por qué? Porque llegado el momento hay que dar un signo a la nación e incluso al resto del mundo, que nos observa con suma atención, aunque nosotros no lo creamos. Hay que pedir a los que tienen más oportunidades para ayudar a los que tienen menos. Y esto lo entienden todos. En otras palabras, en la emergencia, en la acción, hay que saber colocar las teorías entre paréntesis. El socialismo, para inspirar un poco de confianza, tiene que admitir ciertos niveles de ortodoxia económica, y la centroderecha, aunque no haya leído a Maquiavelo, debe, por prudencia, por astucia, emprender el camino inverso. Lo demás es acariciar el conflicto interno, y sabemos cuándo comienza esto, pero no sabemos cuándo y cómo termina.

Terminé anoche un libro más bien largo, pero que todos los chilenos de mente política deberían leer: El hombre que amaba a los perros, del novelista cubano Leonardo Padura. Es la terrible historia apenas novelada del asesinato de León Trotski por órdenes de Stalin y de la lenta y cuidadosa preparación de una persona para cometer el crimen. Si ustedes quieren saber hasta dónde lleva pensar en los temas de sociedad en forma teórica, puramente ideológica, sin humanidad, sin compasión, lean ese relato y saquen sus conclusiones personales. Ahí se consigue saber, desde la piel de los personajes, sin lugar a dudas, que las ideologías del siglo XX, las de un extremo y del otro, produjeron desastres y crímenes inimaginables, y que las derivaciones últimas de todo eso todavía no desaparecen

Nota de la redacción: Este artículo fue tomado de Diario La Segunda y lo reproducimos porque consideramos que es una radiografía sumamente nítida de las falencias de la clase política chilena.


viernes, abril 23, 2010

Recordando esos tiempos duros......, por Mario Montes.

( Dos fotos de la época en una Allende
practica su mejor argumento democrático
con una metralleta, en la otra se reproducen
sus palabras que indican que no hay harina
para hacer pan más que para 3 o 4 días.)


Recordando esos tiempos duros......,

por Mario Montes, Director de Diario

Electrónico Reacción Chilena.

Han pasado más de 37 años y ya hemos olvidado los sufrimientos provocados por la unidad popular en su intento por instaurar un régimen similar al de Cuba, convirtiéndonos, como lo dijera el propio Allende, en los “hermanos menores” de la ex URSS.

Sin duda fueron tiempos duros en los que no bastaba con el privilegio de tener un trabajo para “conseguir” la alimentación necesaria para nuestros hijos, había, además, que ser amigo de los Gobernantes y estar inscrito en las JAP para tener opción de conseguir algo.

Vemos lejana la permanente agitación, el adoctrinamiento de los jóvenes en los establecimientos educacionales, el pisoteo a la Legislación y a la Constitución, ni nos acordamos de los temores con que salía la gente de su casa sin saber si retornaba.

Las tomas de viviendas, industrias y campos eran de ocurrencia diaria, los grupos armados campeaban por el país, la descalificación y el insulto habían reemplazado a los argumentos, la amenaza de “paredones” era permanente, el hambre se apoderaba del país.

Se nos ha tratado de convencer que el desabastecimiento fue provocado por los enemigos del pueblo, los ricos, no permitiendo que recordemos que la producción estaba en manos de interventores del Estado y la distribución era férreamente comandada por el General Bachelet.

El pan, un pollo, la leche, un poco de aceite, la harina, los cigarrillos, el gas licuado, la parafina, la bencina, el papel higiénico o la carne pasaron a ser productos suntuarios, que no estaban al alcance de la mayoría de los chilenos solo encontraban en el floreciente mercado negro a precios exorbitantes.

Al tratarse el tema de la violencia solo se recuerda a Patria y Libertad, pero ocultando, convenientemente, que desde el Gobierno se fomentaban los grupos armados de la izquierda y que el propio Mandatario tenía su propio “grupo de amigos personales”, GAP.

Se ha pretendido que los que paralizaron el país, los camioneros, los comerciantes, los trabajadores del cobre u hasta los campesinos eran “agentes de la CIA” y pagados por el oro yanqui, en circunstancias que solo eran un pueblo agobiado por la falta de libertades.

Fruto de la amnesia que nos han inducido hemos relegado el llamado popular a la Fuerzas Armadas y de Orden para que terminaran con la experiencia socialista o los desesperados llamados de los partidos de oposición, entre los que se encontraba la DC criolla, para derrocar al Gobierno.

Recordar la verdad de aquellos tiempos, en los que la predica de odiosidades era permanente, en los que se pretendió dividir al país para provocar una guerra civil fratricida es una vacuna para no tropezar nuevamente con la misma piedra y hacerle el quiete a la locura extranjerizante.

Se ha intentado demostrar que las Fuerzas Armadas tenían ambiciones de poder y estaban politizadas, la realidad es que estos se encontraban tranquilamente en sus cuarteles hasta que Allende los sacó para intentar quebrar los movimientos sociales en su contra.

Sin duda fueron tiempos malos, tres larguísimos y durísimos años, que es necesario que recordemos, no para provocarnos autocompasión por lo que sucedió, sino que como un remedio que evite que cometamos nuevamente la torpeza de entregarnos al populismo demagógico.


miércoles, abril 21, 2010

Reconstruir y renovar, por Joaquín Fermandois Huerta.


Joaquín Fermandois Huerta es Historiador,
experto en relaciones internacionales de Chile




Reconstruir y renovar,

por Joaquín Fermandois Huerta.

El debate crucial de las semanas que han seguido al terremoto, y sobre todo desde la transmisión del mando, tiene un profundo sentido político, aunque lo que se discute es escoger entre alzar impuestos o endeudarse. Algo en sordina, se debate también si se debería desplegar una especie de plan, en el sentido de “planificación”, con un peso creciente del Estado, en las huellas de la Corfo de mediados del siglo pasado. Si el alza de impuestos fuera la meca del progreso social, la respuesta universal sería elevarlos indefinidamente, “hasta que no quede ningún pobre”. ¿Dónde ha dado resultado semejante receta? Parto de la base de que en el plano público nadie sostiene que no debería haber impuestos.


Asimismo, suscitar una deuda que después no pueda ser solventada por el mecanismo económico que sepamos desarrollar nos llevará a un estancamiento inevitable. Tampoco existe tal cosa como “impuestos (exclusivamente) para los ricos”. Sólo dos tipos de tributos pueden caer en esta categoría: los que esconden una intención expropiatoria y los que afectan más que nada a la inversión, o sea, a la economía misma. Obvio, no se trata ahora del primer caso, aunque hace 45 años se discutía si lo era el global complementario. En las circunstancias actuales se trata del segundo caso, de castigo al proceso económico. En efecto, por vejatoria que sea la ostentación de riquezas, afrenta que provoca la exigencia de mayores impuestos, sólo es una punta del iceberg. Tras el gasto suntuario, la parte sustancial de las ganancias están invertidas, si es que se han tomado las buenas decisiones públicas. Si no se quiere afectar el funcionamiento mismo de la inversión y el desarrollo, el aumento de la tributación va a incluir a una ancha lonja de la clase media, no sólo a los ricos. No existe una fórmula matemática para fijar el nivel de impuestos necesario. Es parte del arte de la política (y de la economía política). Se esgrimen ejemplos de países con un grado más alto de tributación que el nuestro que —no se olvide— son todos desarrollados, que construyeron su sistema después de haber arribado a ese estatus. Y en ellos la carga tributaria, muchas veces considerada demasiado exorbitante por casi todos, es sujeto de debate permanente.


A veces existen circunstancias extraordinarias como las de esta hora, en las que son inevitables mayores impuestos o se deben contraer niveles inusitados de deuda. Para ello también hay que tener la disciplina necesaria para que, una vez transcurrida la urgencia, exista la capacidad de pagar la deuda sin castigar la inversión y las reservas, o de derogar los impuestos en cuestión. Los antecedentes no son promisorios, aunque hay que aprovechar que ha mejorado la cultura económica desde los terremotos de 1939 y 1960.

Que no se desvanezca la meta estratégica de imprimir un brinco de desarrollo a Chile. Un país no puede sin más detener su vida para reconstruirse. En un momento dado se terminarán los recursos, que al final de los finales sólo pueden provenir de su crecimiento. Si Alemania y Japón, en las ruinas en 1945, hubieran planificado para reconstruir todo antes de pensar en el crecimiento económico, estarían todavía en las mismas. En cambio, combinaron la reconstrucción con una renovación política y económica, con lo que dejaron atrás de manera espectacular la depresión de la década de 1930. Requerimos una transformación cualitativa que es mucho más que económica, pero a la que le es imprescindible un crecimiento, de manera de que los ingresos fiscales aumenten de verdad, y no mediante tributos que engañosamente afectarían sólo a las grandes empresas o fortunas.